Macarena: Ejercicio sobre el realismo mágico

Un 6 de marzo de hace 78 años nacía Gabriel García Marquez.

Y me ha venido a la memoria un ejercicio que hicimos hace un tiempo en el Club de Escritura La Biblioteca, en el que se trataba de imitar el estilo del realismo mágico.

Este fue mi intento, Macarena. Un personaje al que prometo, algún día, escribirle una historia un poquito más larga.

MACARENA

Macarena del Pino procedía de una larga estirpe de brujas. Curandera con plantas y ungüentos, adivinadora de pasados y futuros, agorera, celestina y hasta consejera en matrimonios envenenados, Macarena conocía palmo a palmo los entresijos de cada casa de la aldea.
Lo mismo preparaba un amarre con la menstruación de alguna muchacha inquieta de amores no correspondidos, que auguraba en los posos del café los éxitos y fracasos de algún negocio. Igual cosía muñecas horrorosas con las que complicar la vida a algún enemigo atravesado, que fabricaba amuletos contra el “mal de ojo” o contra las enfermedades venéreas. Macarena del Pino disfrutaba de su reputación, sumada a la de su madre, su abuela y su bisabuela, todas juntas, porque desde un sinfín de generaciones el don de la brujería había corrido por las venas de aquellas mujeres, y nadie dudaba de que fueran capaces de arreglar cualquier trastorno, cualquier problema o cualquier vida. Cualquiera menos las suya propia, que no dejaba de ser tan caótica y azarosa como su propios remedios.
Macarena del Pino era una mujer rotunda, de formas redondas, con los pechos y la cintura ensanchados por todos los hijos que jamás había tenido. Olía a los cientos de hierbas que recogía en el campo en cuanto despuntaba el día, y que luego hervía, colaba, destilaba o maceraba, según recetas que nunca nadie había escrito, sino que se trasmitían de madres a hijas con el ejemplo diario y la intuición que solamente brotaba en aquellas que habían nacido con el don, para envidia y frustración de las otras hijas, tías, primas o sobrinas, que se mostraban incapaces de distinguir por sus olores las dosis exactas de las plantas que había que cocer en el caldero, o que no podían ver en un puñado de piedras del río, ninguna pista que les hablase del destino de la persona que tuvieran frente a sus ojos.
Y aquel don moriría con Macarena. Después de incontables generaciones de mujeres bendecidas con la virtud de la adivinación y la hechicería, ella tenía el triste privilegio de cerrar aquella estirpe, y llevarse sus secretos bajo la tierra en el momento en que abandonase el mundo de los vivos.
Macarena vivía sola en la misma casa familiar que había sido testigo desde siempre de encantamientos y brebajes, de conversaciones con el más allá y confesiones sobre el más acá. Las paredes de adobe y cal construidas hacía más de cien años, aparecían apuntaladas cada dos por tres por palos atravesados, y tan solo el enjalbegue que ella misma les daba una vez al año, conseguía mantener el grosor y la estructura de aquellos muros retorcidos que se enmarañaban en pasillos ilógicos y habitaciones de formas caprichosas, improvisadas de repente a lo largo de los años, para albergar recién nacidos, acomodar huéspedes o retirar trastos inútiles.
Era raro verla salir de aquella casa, con la que en muchas noches mantenía largas conversaciones de vieja, recordando tiempos en los que eran muchas las voces que rebotaban de estancia en estancia. Cuando aún nacían niños en aquellas camas, porque su abuela además fue partera, y muchas mujeres preferían acudir allí para dar a luz en cuanto empezaban a abrírsele las carnes o notaban que el calor de las aguas les corría entre los muslos.
Luego llegó aquel médico estirado que alguién mandó desde la capital, y ya no permitió que las mujeres parieran a sus anchas en la intimidad de un lugar preparado por sus propias comadres, con la sabiduría heredada de miles de niños en sus brazos, y con la experiencia de cientos de partos en sus ojos. Aquel médico, que presumía de haber estudiado en una universidad tan prestigiosa, cuyo nombre en inglés nadie había escuchado jamás, amenazaba a las mujeres con desangrarse en la cama de la abuela, les hablaba de bichos que nadie era capaz de ver, pero que saltaban de las camas a las heridas abiertas y complicaban las cicatrices y las costuras.
Asustaba a las mujeres con enfermedades incurables, con hijos medio lelos o con complicaciones que nunca nadie había conocido antes. Incluso rajaba a las mujeres por la panza en cuanto palpaba a un niño atravesado, porque no tenía el valor ni la maña de la abuela para hacerlos nacer de pie, o retorcerlos desde afuera y colocarlos en su sitio.
Así nació Macarena. Con los pies por delante, después de que su abuela la hubiese girado porque venía sentada, y ni las escaleras que su madre subía y bajaba cada día, ni las cataplasmas que la abuela le puso consiguieron hacerla cambiar de postura. En cuanto la vio, la abuela supo que nacía con el don. Su madre lo había sabido unas semanas antes, cuando la oyó llorar en el vientre. Aunque no quiso contarlo a nadie, por miedo a que se torciese su destino si lo publicaba antes de alumbrarla. También supo que era una mujer desde el primer momento en que pudo sentirla, igual que la abuela lo había adivinado al encontrarla en el pasillo una madrugada, doblada contra una pared en uno de sus mareos.
─Tú estás preñada ─le dijo─ y además traes una niña.
En aquel tiempo la madre no tenía ni siquiera novio conocido, así que la noticia sorprendió tanto que corrió de extremo a extremo de la aldea, contagiando la curiosidad de familia en familia. Nunca nadie pudo sospechar siquiera quien era el padre de la criatura. La abuela jamás lo preguntó, aunque siempre lo supo. La madre ni siquiera quiso volver a recordarlo.
Macarena creció sin padre como quien crece sin ver el mar. Como nunca lo tuvo jamás lo echó de menos, y si alguna vez pensaba en él, lo hacía casi idealizándolo, pero sin sentirse diferente por ello. Alguna vez, siendo ya adolescente, pudo distinguir su rostro en la mondadura de una naranja. Tendría unos treinta años, con un bigote y una barba de color castaño, que contrastaba con el negro casi azul de sus ojos y sus cejas. En la cabeza no tenía demasiado pelo, y entre la piel rugosa de la naranja no alcanzó a distinguir de qué color lo tenía, así que se quedó siempre con la duda, porque su madre tenía prohibido sacar el tema, y nunca nadie se atrevió a importunarla con ese recuerdo.
Macarena no tardó demasiado en descubrir cuanto pueden llegar a doler los asuntos del corazón. Lo había visto desde pequeña en las mujeres que llegaban desesperadas a la casa, para pedir sortilegios que hicieran volver al hombre que las había abandonado, pociones que hiciesen a los hombres perder la razón, o hechizos para saber si las amaban realmente, o solamente pretendían que ellas les entregasen sus cuerpos. Sin embargo, no pudo comprenderlo con auténtica claridad hasta que no fueron sus sentidos los que se nublaron con esa locura que es el enamoramiento.
Ella mejor que nadie tenía a su disposición los mejores artificios para haber logrado que aquel hombre cayese en sus brazos en el momento en que lo hubiese deseado. Podría haber conjurado su espíritu en mitad de la noche y haberlo hipnotizado sin que él pudiese siquiera imaginarlo. Podría haberlo amarrado para siempre, y haberle lavado los sentidos para que no se fijase jamás en ninguna otra mujer. Incluso podría haberse preparado a sí misma algún bebedizo para olvidarlo y no volver a sentir jamás aquel deseo tan difícil de contener, que le agitaba el sueño nocturno y le apretaba el estómago cada vez que se disponía a comer.
Sin embargo no lo hizo. Por propia voluntad quiso rumiar aquel dolor en silencio. Quiso sentirlo en cada uno de sus músculos, emborracharse de celos cada vez que lo imaginaba en los brazos de otra mujer, morirse de incertidumbre cuando despertaba cada mañana con su recuerdo enredado en el camisón. Quería un amor sin artificios, sincero. Aspiraba a que él se enamorase de ella por propia voluntad, a que la descubriese entre el resto igual que ella lo había descubierto a él. Y cuando se convenció de que eso jamás ocurriría, quiso guardarle el luto a su orgullo herido, saborear el dolor con todo su amargor, sin autocompadecerse ni intentar cambiar las cosas.
Quiso sentir el desamor en toda su amplitud, con la misma intensidad con que había sentido el amor unas semanas antes. Aprehenderlo y desmenuzarlo, dejarlo entrar en su cuerpo a través de todos los poros de su piel, hacerlo evaporar a través del sudor de la fiebre, y por último olvidarlo para siempre, como quien se cura de una enfermedad que impone estigma, y se inmuniza para no volver a contraerla. Se dejó crecer el pelo durante meses, y se juró a sí misma que no se lo cortaría hasta que no hubiese limpiado de su mente la imagen de aquel hombre.
Recordó a aquellas mujeres que perdían la cabeza por el desdén de un hombre, conjuró a aquellas otras enganchadas sin remedio al que las maltrataba, o al que las engañaba reincidentemente y las trataba con desprecio por saber que estaban intoxicadas con aquel mal bicho que era el amor incondicional. Invocó a todas aquellas mujeres que en la batallas por un hombre compartido se había llegado a dejar hasta el propio orgullo, a las que habían resuelto encerrarse en su propia tristeza y no volver a sonreír durante el resto de su vida.
Y por último recordó a su madre. Y comprendió su sabia decisión de olvidar sin más, y no volver a pronunciar nunca un nombre que no merecía siquiera el ser pronunciado. Justo entonces, después de haberse purgado por dentro, decidió arreglarse por fuera y retomar su vida como si nada hubiese ocurrido.

Se cortó las trenzas que había dejado crecer durante el tiempo del purgatorio. Eran tan largas y tan pesadas que había tenido que sujetárselas en la cintura con una correa de esparto, para evitar así dolores en el cuello o desviaciones en la columna. Nunca le había crecido el pelo tan deprisa como en aquel tiempo. Y nunca volvió a llevar el pelo largo, como un símbolo más de que aquella etapa había muerto para siempre. Vendió el pelo al peso a unos gitanos en el mercado de los martes, y con el dinero que le dieron se compró dos sortijas de plata y una pulsera de abalorios. Fueron los únicos adornos que vistieron sus manos durante el resto de sus días.

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