La versión moderna de Hansel y Grettel
–Disciplina –decía aquella mujer de cabellos blancos y manos
huesudas. Al pobre carpintero le costaba creer que semejante engendro dirigiese
nada menos que una escuela de modelos. Clotilde, su esposa le había asegurado
que tenía un currículum impresionante, y que había sido una modelo muy
renombrada en su país natal. Ni siquiera había sido capaz de recordar si era
Estonia, Eslovenia, Eslovaquia… bueno, qué más daba. Uno de esos países nuevos
que salieron hace unos años y que no estaban en los atlas de cuando ellos iban
a la escuela.
La mujer hablaba y hablaba, bajo la atenta mirada de
Clotilde, que asentía todo el tiempo con la boca abierta. Él hacía un buen rato
que había perdido el hilo de la conversación. No dejaba de repetirse lo mal que
había envejecido aquella señora, y de preguntarse cómo se había dejado
convencer para ir a aquella estúpida reunión. Que una cosa es que su mujer
tuviese los pájaros de la cabeza por millones, y otra muy diferente, que él
tuviese que seguirle la corriente.
De vuelta a casa ella continuaba con la cantinela.
–¿Estás hablando en serio?
Aquella fue la única frase que su mujer le dejó pronunciar
en toda la noche. Al parecer, la decisión estaba tomada.
Firmaron un contrato interminable, que ninguno de los dos se
molestó en leer, entre otras cosas porque no entendían ni una sola palabra de
lo que decía. En él se comprometían entre a ceder los derechos de imagen de sus
hijos a un canal de televisión. Al carpintero le quedó en la cabeza la idea de
que sus hijos iban a una especie de Reality Show, en donde los lanzarían a la
fama, los convertirían en estrellas de la moda, y con un poco de suerte, su
hija podría acabar posando desnuda en Interview.
Ni se le pasó por la cabeza rechistar, ni hacer la más
mínima pregunta. A la vieja estirada de las manos huesudas la acompañaban dos
abogados engominados que se suponía que debían aclararles las dudas que
tuvieran. Pero a esos los entendía todavía menos que al papel. Y Clotilde, toda
entusiasmo, ya se había encargado de matar todas sus dudas a golpe de mirada
intimidatoria.
–Si tú lo tienes claro, cariño –dijo mientras firmaba. Y se
marchó del salón.
El único consuelo que le quedaba al pobre hombre es que, al
menos durante los siguientes tres meses podría ver a sus hijos durante las
veinticuatro horas del día por televisión. Cosa que hasta la fecha, si les veía
el pelo a la hora de comer, podía darse con un canto en los dientes.
El reality comenzaba con una dura prueba de orientación. Los
concursantes eran conducidos en un todoterreno al interior de un bosque, donde
eran dispersados, desorientados y abandonados a su buena suerte. Los primeros
diez concursantes en encontrar la casa se ganaban el honor de participar en el
programa de formación y en el reality televisivo. Como herramienta tan solo
contaban con un rudimentario mapa que bien podía haber dibujado un niño de seis
años.
Hamsel, el hijo mayor, se había pasado toda la noche
investigando en internet formas de no perder el norte en mitad del bosque. Que
si la estrella polar, que si el musgo que crece en los árboles. Con lo que no
contaba era con la contaminación lumínica de los cientos de focos que habían
ido colocando por el bosque, además de que los operarios del programa de televisión,
se habían encargado de destrozar el paisaje natural, lo suficiente como para
que allí no hubiese forma humana de orientarse. Bueno, eso y que no tenía ni
idea de en qué se diferenciaba el musgo de la hierba común, para qué nos vamos
a engañar.
El carpintero sufría al ver a su hijo mayor tan
desorientado, pero pronto se consolaba porque el resto de concursantes parecía
estar más o menos igual de perdidos, salvo su hija pequeña, Grettel, que con
una caída de ojos y un movimiento de melena, se había camelado a uno de los
cámaras, y éste le iba marcando el camino con guijarrillos blancos.
Al menos esa fue la conclusión a la que llegó Clotilde, que
veía a la niña caminar con soltura, sin preocupación aparente, y en algún plano
más largo, creyó ver brillar alguna piedrecilla ante los pies de la niña.
–A ver si nos la van a expulsar antes de empezar –rezongaba.
Pero en el fondo estaba orgullosa, porque siempre lo había dicho, y en aquella
ocasión lo repetía, el desparpajo y el don de gentes los había heredado de
ella.
Poco a poco, en un goteo interminable hasta las dos de la
madrugada, fueron llegando los concursantes a la casa. Llegaban exhaustos pero
la alegría de haber alcanzado el objetivo les hacía abrazarse y olvidar el
cansancio en cuanto ponían los pies en la casa.
Y hambrientos, también llegaban hambrientos. Tanto, que no
podían saber si se trataba de un espejismo o una realidad lo que tenían delante
de sus ojos. Los cimientos de la casa parecían haberse construido con enormes
bloques de chocolate.
En la televisión, un locutor explicaba que la construcción
de tal edificio se debía a la genialidad de un arquitecto suizo de nombre
impronunciable, que había tenido la deferencia de desplazarse aquella noche al
plató para explicar los detalles de su obra de arte. En la panorámica,
explicaba cómo había engarzado frutas confitadas en las paredes, que el tejado
y las ventanas estaban hechos de turrón (del duro, obviamente) los marcos de
las puertas eran de un regaliz muy resistente y los cojines, cortinas y resto
de tejidos que decoraban la casa, estaban confeccionados una especie de oblea
que él mismo había inventado y que había tenido a bien bautizar como su
impronunciable apellido.
–Y aquí es donde entra en juego la disciplina –decía la
presentadora mientras conectaba con el grupo de profesores a través de una
pantalla de plasma.
–Eso es –contestó la señora de las manos huesudas, la misma
que les había hecho la entrevista para participar en el programa- Vamos a poner
a prueba su fuerza de voluntad con los dulces. Y habrá una cámara vigilándoles,
las veinticuatro horas del día.
Vaya una bruja, pensó el carpintero para sus adentros cuando
por fin apagaron la televisión y su fueron a dormir. Tuvo que reconocer que él
no habría podido evitar hincarle el diente a uno de aquellos tabiques en la
primera noche.
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