Calipso en la playa
Atardecía en la playa, y Calipso, con la mirada perdida en el horizonte, hundía los dedos entre la arena. Hacía un rato que las olas habían empezado a acariciarle los pies, pero ella ni siquiera se inmutó. Todo lo que amaba se había marchado días atrás, en aquella pequeña balsa de madera que los dioses protegerían hasta que llegase a su deseado hogar.
Ella nunca fue hogar, sólo un cobijo temporal en días de cansancio y derrota. Nunca tuvo valor, ni fue proyecto de nada a los ojos de Ulises.
Por eso ahora se palpaba el cuerpo, y en su piel tostada por el sol, no reconocía ni una sola de las caricias que hasta hacía poco él mismo le regalaba. Fueron caricias tan efímeras que ya no existían ni en el recuerdo. Sin amor, como gestos monótonos de gratitud forzada.
Calipso y su isla, cobijo y prisión en los mismos brazos. Y Ulises soñando Itaca.
─Si lo amas, déjalo ir -le dijo Hermes- ¿De qué te serviría su cuerpo, si su corazón estará lejos de ti siempre?
Y ella lo sabía. Ni en siete años ni en toda la eternidad que le ofrecía, habría podido arrancarle el recuerdo de Penélope, de su tierra, de su hijo. No había más opción que dejarle marchar, desearle buen viaje y, tal vez, soñar despierta con que el mar caprichoso lo trajera de vuelta algún día.
Pero nunca ocurrió tal cosa. Los días pasaron y Calipso se convirtió en parte de esa playa, mezclada con la arena y con las algas. Un recodo más del paisaje, el más triste, quizás, de toda la isla de Ogigia.
Que suerte tenía Penelope y que retrato tan bello de su rival. Pepi.
ResponderEliminarBueno, yo creo que Penélope (no confundir con la otra Pe, por favor) debía ser una mujer maravillosa. Y Ulises muy afortunado.
ResponderEliminarPero me gusta acordarme de vez en cuando de los perdedores, porque su tristeza suele quedar desapercibida.
Un beso.