¿Por qué es tan difícil poner títulos?
¿Por qué es tan difícil poner títulos?
Este relato lo escribí hace unos meses, inspirado por esta propuesta que aparecía en la Revista digital "Almiar" en la que hay que escribir un relato inspirándose en una fotografía antigua:
http://www.margencero.com/preterito/preterito_textos.htmltos.html
Sin embargo, en su momento fui incapaz de ponerle un título, y a día de hoy ahí sigo, dándole vueltas sin encontrar nada que me acabe de convencer.
¿Por qué es tan difícil poner títulos? O a lo mejor es una dificultad exclusivamente mía...
¿me echa alguien una mano?
Carmen odiaba la residencia desde el día en que la visitó por primera vez. A pesar de las zonas ajardinadas que bordeaban el edificio, de la amplitud de las habitaciones, todas perfectamente adaptadas para la comodidad de sus habitantes, a pesar de los colores suaves que decoraban las paredes o del intenso olor a ambientadores frutales que flotaba constantemente por los pasillos. Es un lugar deprimente, sentenció mientras visitaba las instalaciones. Y está lleno de viejos, pensó para sus adentros sin reparar ni por un momento en sus ochenta y siete años. Aún así sabía que su opinión de poco o nada servía, porque la decisión estaba ya tomada por su hijo y por su nuera.
- Aquí vas a estar muchísimo mejor – le dijo su hijo la tarde en la que ingresó. Y parecía más bien que lo repetía para convencerse a sí mismo que para persuadirla a ella. Mónica, la encargada del centro asentía con la cabeza.
- Aquí va a conocer usted a gente de su edad, podrá participar en un montón de actividades. Tenemos hasta un grupo de teatro. Verá usted qué pronto se adapta y lo bien que va a estar.
Pero los meses pasaban y Carmen no dejaba de sentirse una extraña entre aquella gente tan distinta a ella. La educaron para ser una señora, y naturalmente lo fue. Para ello no dudó en sacrificarlo todo, incluso sus sentimientos el día que contrajo matrimonio con Esteban, según había planificado su familia de antemano. Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, sesenta y seis años para ser exactos, pero todavía recordaba vivamente la expresión del rostro de Pedro cuando le comunicó la noticia.
Pedro había sido su primer y único amor. Un amor imposible, a pesar de que por algún tiempo tal vez ambos habían llegado a albergar la esperanza de que pudiera llegar a realizarse. Pero una señorita de su posición no podía casarse con un miembro del servicio. Sin duda Esteban era un hombre más adecuado para ella, y así lo supieron ver sus padres por suerte para todos.
El mismo día de su boda con Esteban, Pedro se alistó en el ejército y nunca más lo volvió a ver. Todavía conservaba los rasgos de niño aunque recientemente había cumplido los diecinueve años. Ella tenía veintiuno y ya había aprendido que en la vida era necesario resignarse para vivir con comodidad.
Digno heredero del negocio familiar, Esteban supo mantener el estatus social que su apellido precisaba. Como esposo fue lo suficientemente discreto como para no exigirle más de lo que una mujer está obligada a darle a su marido. Lo cierto es que la vida a su lado no había sido difícil, incluso había logrado encontrar cierta placidez en la estabilidad y rutina de sus días. El día que Esteban murió, después de treinta y seis años de matrimonio, sintió una tristeza extraña. Por primera vez en su vida se sintió sola, y supo que de alguna manera echaría de menos a su esposo, el olor de sus puros, sus trajes doblados sobre la silla del dormitorio, su andar silencioso por la casa los días festivos…
Pero lo más desconcertante es que, desde ese preciso momento, comenzó a pensar de nuevo en Pedro. Se habían criado juntos, ya que él era hijo de la cocinera, y junto a su prima Inés habían compartido tardes de juegos en los jardines de su casa. Más tarde la adolescencia los sorprendería a ambos cogiéndose la mano, escondidos tras las moreras en algún atardecer de verano. ¡Pedro! ¿Por qué todavía temblaba cuando recordaba su nombre?
Desde la ventana de su habitación, con la cabeza pegada al cristal, miraba a los jardines del centro con cierta melancolía. Soplaba un viento otoñal que esparcía las hojas de los plátanos y no apetecía bajar a pasear. Los viejos estarían en la sala de recreo alrededor del televisor: era la hora de la telenovela. Paseó su mirada por los jardines prácticamente desiertos y llegó a la conclusión de que la tarde estaba triste. Incluso aquel hombre que parecía una parte más de la decoración, sentado sobre su silla de ruedas, tenía aspecto otoñal. Qué extraño, por un momento habría jurado que miraba hacia la ventana de su habitación, pero no, eso no era posible. Sin duda se había confundido. Estaba solo junto a las adelfas, y parecía sujetar algo entre sus manos. Tal vez un recuerdo, un papel, o quizás una foto. Se preguntó quien sería. Nunca antes había reparado en él, lo cual no significaba demasiado porque en los siete meses que llevaba en la residencia apenas había tenido contacto con ninguno de los otros ancianos. A veces tenía la sensación de que eran todos iguales. Pero aquel hombre… sí, ahora estaba segura, lo había vuelto sorprender mirando a su habitación. En un acto reflejo ella se ocultó tras la cortina y él volvió a hundir sus narices en el objeto que tenía entre las manos.
La reconoció desde el primer día en que ingresó en la residencia. A pesar de que habían transcurrido sesenta y seis años desde la última vez que la vio no tuvo ni una sola duda. Era ella. Era Carmen. El tiempo le había arrugado la delicada piel de su rostro, y sus manos estaban cubiertas por una telaraña de venas azules y moradas, pero sus ojos seguían siendo los mismos. Esos ojos hundidos de color oscuro que tantas veces había soñado en la garita durante las noches de imaginaria. Por eso aquel mismo día buscó la fotografía, el único recuerdo tangible que conservaba de aquellos días y la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Recordaba el día en que les retrataron con absoluta claridad. Carmen a un lado, Inés al otro, y detrás su madre y Elvira, la niñera de la casa. Era el día de Reyes y le habían regalado un balón que ni siquiera se había atrevido a sacar de la malla para que no se ensuciara. En aquella época todavía no se sentía diferente a las niñas, aunque no tardaría demasiado en aprender que aunque jugasen juntos sus universos estaban mucho más distanciados de lo que él podía imaginarse. Tal vez todo ocurrió como debía de ocurrir – se dijo. Y aún así, hay que reconocer que la cosa tiene su gracia. A mis ochenta y cinco años la vida todavía me guarda sorpresas como ésta. Quién me iba a decir a mí que volvería de nuevo a vivir en la misma casa que ella para pasar los últimos años de nuestras vidas… Resultaba irónico. Aún así él ya había tomado una determinación firme. Nunca le diría quien era.
Este relato lo escribí hace unos meses, inspirado por esta propuesta que aparecía en la Revista digital "Almiar" en la que hay que escribir un relato inspirándose en una fotografía antigua:
http://www.margencero.com/preterito/preterito_textos.htmltos.html
Sin embargo, en su momento fui incapaz de ponerle un título, y a día de hoy ahí sigo, dándole vueltas sin encontrar nada que me acabe de convencer.
¿Por qué es tan difícil poner títulos? O a lo mejor es una dificultad exclusivamente mía...
¿me echa alguien una mano?
Carmen odiaba la residencia desde el día en que la visitó por primera vez. A pesar de las zonas ajardinadas que bordeaban el edificio, de la amplitud de las habitaciones, todas perfectamente adaptadas para la comodidad de sus habitantes, a pesar de los colores suaves que decoraban las paredes o del intenso olor a ambientadores frutales que flotaba constantemente por los pasillos. Es un lugar deprimente, sentenció mientras visitaba las instalaciones. Y está lleno de viejos, pensó para sus adentros sin reparar ni por un momento en sus ochenta y siete años. Aún así sabía que su opinión de poco o nada servía, porque la decisión estaba ya tomada por su hijo y por su nuera.
- Aquí vas a estar muchísimo mejor – le dijo su hijo la tarde en la que ingresó. Y parecía más bien que lo repetía para convencerse a sí mismo que para persuadirla a ella. Mónica, la encargada del centro asentía con la cabeza.
- Aquí va a conocer usted a gente de su edad, podrá participar en un montón de actividades. Tenemos hasta un grupo de teatro. Verá usted qué pronto se adapta y lo bien que va a estar.
Pero los meses pasaban y Carmen no dejaba de sentirse una extraña entre aquella gente tan distinta a ella. La educaron para ser una señora, y naturalmente lo fue. Para ello no dudó en sacrificarlo todo, incluso sus sentimientos el día que contrajo matrimonio con Esteban, según había planificado su familia de antemano. Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, sesenta y seis años para ser exactos, pero todavía recordaba vivamente la expresión del rostro de Pedro cuando le comunicó la noticia.
Pedro había sido su primer y único amor. Un amor imposible, a pesar de que por algún tiempo tal vez ambos habían llegado a albergar la esperanza de que pudiera llegar a realizarse. Pero una señorita de su posición no podía casarse con un miembro del servicio. Sin duda Esteban era un hombre más adecuado para ella, y así lo supieron ver sus padres por suerte para todos.
El mismo día de su boda con Esteban, Pedro se alistó en el ejército y nunca más lo volvió a ver. Todavía conservaba los rasgos de niño aunque recientemente había cumplido los diecinueve años. Ella tenía veintiuno y ya había aprendido que en la vida era necesario resignarse para vivir con comodidad.
Digno heredero del negocio familiar, Esteban supo mantener el estatus social que su apellido precisaba. Como esposo fue lo suficientemente discreto como para no exigirle más de lo que una mujer está obligada a darle a su marido. Lo cierto es que la vida a su lado no había sido difícil, incluso había logrado encontrar cierta placidez en la estabilidad y rutina de sus días. El día que Esteban murió, después de treinta y seis años de matrimonio, sintió una tristeza extraña. Por primera vez en su vida se sintió sola, y supo que de alguna manera echaría de menos a su esposo, el olor de sus puros, sus trajes doblados sobre la silla del dormitorio, su andar silencioso por la casa los días festivos…
Pero lo más desconcertante es que, desde ese preciso momento, comenzó a pensar de nuevo en Pedro. Se habían criado juntos, ya que él era hijo de la cocinera, y junto a su prima Inés habían compartido tardes de juegos en los jardines de su casa. Más tarde la adolescencia los sorprendería a ambos cogiéndose la mano, escondidos tras las moreras en algún atardecer de verano. ¡Pedro! ¿Por qué todavía temblaba cuando recordaba su nombre?
Desde la ventana de su habitación, con la cabeza pegada al cristal, miraba a los jardines del centro con cierta melancolía. Soplaba un viento otoñal que esparcía las hojas de los plátanos y no apetecía bajar a pasear. Los viejos estarían en la sala de recreo alrededor del televisor: era la hora de la telenovela. Paseó su mirada por los jardines prácticamente desiertos y llegó a la conclusión de que la tarde estaba triste. Incluso aquel hombre que parecía una parte más de la decoración, sentado sobre su silla de ruedas, tenía aspecto otoñal. Qué extraño, por un momento habría jurado que miraba hacia la ventana de su habitación, pero no, eso no era posible. Sin duda se había confundido. Estaba solo junto a las adelfas, y parecía sujetar algo entre sus manos. Tal vez un recuerdo, un papel, o quizás una foto. Se preguntó quien sería. Nunca antes había reparado en él, lo cual no significaba demasiado porque en los siete meses que llevaba en la residencia apenas había tenido contacto con ninguno de los otros ancianos. A veces tenía la sensación de que eran todos iguales. Pero aquel hombre… sí, ahora estaba segura, lo había vuelto sorprender mirando a su habitación. En un acto reflejo ella se ocultó tras la cortina y él volvió a hundir sus narices en el objeto que tenía entre las manos.
La reconoció desde el primer día en que ingresó en la residencia. A pesar de que habían transcurrido sesenta y seis años desde la última vez que la vio no tuvo ni una sola duda. Era ella. Era Carmen. El tiempo le había arrugado la delicada piel de su rostro, y sus manos estaban cubiertas por una telaraña de venas azules y moradas, pero sus ojos seguían siendo los mismos. Esos ojos hundidos de color oscuro que tantas veces había soñado en la garita durante las noches de imaginaria. Por eso aquel mismo día buscó la fotografía, el único recuerdo tangible que conservaba de aquellos días y la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Recordaba el día en que les retrataron con absoluta claridad. Carmen a un lado, Inés al otro, y detrás su madre y Elvira, la niñera de la casa. Era el día de Reyes y le habían regalado un balón que ni siquiera se había atrevido a sacar de la malla para que no se ensuciara. En aquella época todavía no se sentía diferente a las niñas, aunque no tardaría demasiado en aprender que aunque jugasen juntos sus universos estaban mucho más distanciados de lo que él podía imaginarse. Tal vez todo ocurrió como debía de ocurrir – se dijo. Y aún así, hay que reconocer que la cosa tiene su gracia. A mis ochenta y cinco años la vida todavía me guarda sorpresas como ésta. Quién me iba a decir a mí que volvería de nuevo a vivir en la misma casa que ella para pasar los últimos años de nuestras vidas… Resultaba irónico. Aún así él ya había tomado una determinación firme. Nunca le diría quien era.
Qué bonito tu relato, Paula. Es muy tierno, aunque no tenga un final feliz, o sí, tal vez sea mejor que las arrugas no lleguen a los recuerdos.
ResponderEliminarEn cuanto a los títulos, llevas razón; algunos relatos se resisten más que otros. A mí, por ejemplo, si no me surgen en el mismo momento de empezar el cuento luego ya no me salen y siempre acabo poniendoles alguno forzado.
Si se me ocurre alguno te lo diré.
;)