Perra vieja
PERRA VIEJA
Nunca quise a nadie como te he querido a ti. Te di mi tiempo, mi compañía, el calor de mi cuerpo en las tardes de invierno. Me doblegué a tus caprichos, obedecí tus órdenes, respeté tu espacio y esperé mi turno de caricias con paciencia. Nunca te pedí demasiado. Me bastaba con verte sonreír, con algún mimo ocasional. Me contentaba con saber que estabas a mi lado, con alguna tarde de juegos, con caminar a tu lado.
Pero entonces llegó ella y supe que te perdía. Era tan perfecta… La primera vez que la vi entre tus brazos pensé que iba a volverme loca. Nunca había sentido nada igual, esa punzada en el estómago, esa niebla temblorosa en los ojos. Y lo peor de todo es que tú ni siquiera te dabas cuenta de lo que me ocurría. Igual que nunca alcanzaste a imaginar cuánto te quería, ahora eras incapaz de entender cuánto podía llegar a odiarte.
Porque ella no tenía la culpa, ella era tan solo un cachorro: tu cachorro. Y era tan frágil, tan inocente, que hasta una perra vieja y castrada como yo podía sentir la obligación de protegerla.
Pero lo tuyo era distinto. Sí, ya sé que nunca me juraste amor eterno, pero permitiste que soñara con que todo seguiría igual para siempre, y eso vale tanto como una promesa.
Con el paso de los días, tu indiferencia hacia mí se hizo más y más palpable. Poco a poco ella absorbía cada hueco de tu tiempo, y yo me iba quedando cada vez más sola y más abandonada en mi rincón. Llegué a odiar todo lo que te pertenecía. Tu olor inundaba toda la casa, y me asfixiaba, me volvía loca. Un día, ebria de celos y agotada de dolor, me encaramé a una estantería y destrocé tus libros favoritos. Con cada mordisco, con cada zarpazo, descargaba buena parte de esa furia que había ido almacenando durante meses. Pero para mi sorpresa, a medida que desgarraba aquellas hojas, haciéndote daño a ti a través de tus objetos más preciados, la furia se multiplicaba y me hacía desear una venganza cada vez mayor.
Nunca había sido una perra agresiva. Jamás había mordido a nadie, ni siquiera fui un cachorro travieso, y apenas se me oía ladrar. Sin embargo de repente, comencé a espantarte a las visitas, y a desobedecerte. Hasta que vi el miedo en tus ojos, y entonces me di cuenta de cuál era tu talón de Aquiles.
Ella, tan pequeña y tan frágil, una presa demasiado fácil para mis deseos de venganza. Pero ¿realmente me crees capaz de eso? ¿Crees que mi locura llegaría hasta ese extremo? Si hasta una perra vieja y castrada como yo, podría sentir la obligación de protegerla.
Vaya, estoy empezando a pensar que tal vez haya llevado demasiado lejos mis sentimientos. Si pierdo tu confianza ¿qué me queda? Tal vez deba asumir que así serán las cosas a partir de ahora. Seguiré esperando mi turno de caricias, y te ayudaré a cuidar de tu precioso cachorro, hasta que sea lo suficientemente grande como para estirarme del pelo. Cualquier cosa con tal de apartar de tus ojos ese halo de miedo.
Pero ahora explícame una cosa: ¿Por qué vamos hoy al veterinario?
Nunca quise a nadie como te he querido a ti. Te di mi tiempo, mi compañía, el calor de mi cuerpo en las tardes de invierno. Me doblegué a tus caprichos, obedecí tus órdenes, respeté tu espacio y esperé mi turno de caricias con paciencia. Nunca te pedí demasiado. Me bastaba con verte sonreír, con algún mimo ocasional. Me contentaba con saber que estabas a mi lado, con alguna tarde de juegos, con caminar a tu lado.
Pero entonces llegó ella y supe que te perdía. Era tan perfecta… La primera vez que la vi entre tus brazos pensé que iba a volverme loca. Nunca había sentido nada igual, esa punzada en el estómago, esa niebla temblorosa en los ojos. Y lo peor de todo es que tú ni siquiera te dabas cuenta de lo que me ocurría. Igual que nunca alcanzaste a imaginar cuánto te quería, ahora eras incapaz de entender cuánto podía llegar a odiarte.
Porque ella no tenía la culpa, ella era tan solo un cachorro: tu cachorro. Y era tan frágil, tan inocente, que hasta una perra vieja y castrada como yo podía sentir la obligación de protegerla.
Pero lo tuyo era distinto. Sí, ya sé que nunca me juraste amor eterno, pero permitiste que soñara con que todo seguiría igual para siempre, y eso vale tanto como una promesa.
Con el paso de los días, tu indiferencia hacia mí se hizo más y más palpable. Poco a poco ella absorbía cada hueco de tu tiempo, y yo me iba quedando cada vez más sola y más abandonada en mi rincón. Llegué a odiar todo lo que te pertenecía. Tu olor inundaba toda la casa, y me asfixiaba, me volvía loca. Un día, ebria de celos y agotada de dolor, me encaramé a una estantería y destrocé tus libros favoritos. Con cada mordisco, con cada zarpazo, descargaba buena parte de esa furia que había ido almacenando durante meses. Pero para mi sorpresa, a medida que desgarraba aquellas hojas, haciéndote daño a ti a través de tus objetos más preciados, la furia se multiplicaba y me hacía desear una venganza cada vez mayor.
Nunca había sido una perra agresiva. Jamás había mordido a nadie, ni siquiera fui un cachorro travieso, y apenas se me oía ladrar. Sin embargo de repente, comencé a espantarte a las visitas, y a desobedecerte. Hasta que vi el miedo en tus ojos, y entonces me di cuenta de cuál era tu talón de Aquiles.
Ella, tan pequeña y tan frágil, una presa demasiado fácil para mis deseos de venganza. Pero ¿realmente me crees capaz de eso? ¿Crees que mi locura llegaría hasta ese extremo? Si hasta una perra vieja y castrada como yo, podría sentir la obligación de protegerla.
Vaya, estoy empezando a pensar que tal vez haya llevado demasiado lejos mis sentimientos. Si pierdo tu confianza ¿qué me queda? Tal vez deba asumir que así serán las cosas a partir de ahora. Seguiré esperando mi turno de caricias, y te ayudaré a cuidar de tu precioso cachorro, hasta que sea lo suficientemente grande como para estirarme del pelo. Cualquier cosa con tal de apartar de tus ojos ese halo de miedo.
Pero ahora explícame una cosa: ¿Por qué vamos hoy al veterinario?
En el suave transcurrir del tiempo, ver envejecer a nuestra mascota es presenciar lealtad inquebrantable. En cada cana y pausa, ofrecemos cuidados como agradecimiento. En su vejez, florece el amor atemporal.
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