Impulsos
Impulsos
En un primer momento se sintió abrumada por aquel denso silencio que se había instalado entre ambos, pero al mismo tiempo era como si ninguno de los dos se atreviese a quebrarlo. Fue un instante místico. Sus ojos se absorbieron mutuamente, hasta que de repente, dejó de existir el resto del universo; no había nada más que esos otros ojos, como si todo, el tiempo y espacio, se hubiesen concentrado en las pupilas y el iris que tenían enfrente.
Sintió su aliento sobre sus labios: húmedo y cálido. Y entonces fue consciente de lo cerca que se encontraban el uno del otro. Todavía no habían llegado a rozarse, pero ya podía intuir sus caricias, lentas, delicadas, deslizándose minuciosamente a lo largo de su excitada piel. Optó por ladear la cabeza, para permitir que el beso que pensaba estrellar contra sus labios, encontrara en el cuello la pendiente por la que deslizarse al resto del cuerpo. Fue un beso frágil, tan débil y tímido que le hizo desear un segundo, y un tercero. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquella corriente de agua en la que se había convertido su cuerpo. Se detuvo a escuchar el débil susurro de sus ropas al rozarse, y adivinó de esta forma el lugar de cada caricia, un instante antes de que se produjera: el hombro, el seno, la cintura…
Buscó los botones de la camisa del muchacho y, desabrochando un par de ellos, hundió su rostro en aquel torso cálido. El se estremeció con el contacto, y ella se detuvo a concentrarse en el olor suave de esa piel.
El autobús se detuvo de súbito. Ninguno de los dos era consciente del tiempo que podía haber transcurrido, ni del lugar en el que se encontraban, sin embargo se sintieron a un tiempo sacudidos por la realidad. Ella volvió a mirarle a los ojos y reconoció en esas pupilas, al compañero de viaje con el que había compartido aquel trayecto tarde tras tarde. Se sintió confusa, y adivinó por su gesto que a él le había pasado algo parecido.
Entonces, impulsada por alguna extraña fuerza que no supo identificar, se abalanzó hacia sus labios y le besó con el ímpetu de quien no sabe qué será lo siguiente que va a suceder. Un segundo más tarde corría por la calle sin atreverse siquiera a girar la cabeza. En su lengua latía el sabor a vino afrutado de ese impetuoso beso.
Han pasado varios años, y después de aquel día no ha tenido el valor de volver a coger ese autobús. Sin embargo, todavía conserva en su memoria el aroma de aquel torso y el sabor de esos labios que descubrió una tarde al volver del trabajo.
En un primer momento se sintió abrumada por aquel denso silencio que se había instalado entre ambos, pero al mismo tiempo era como si ninguno de los dos se atreviese a quebrarlo. Fue un instante místico. Sus ojos se absorbieron mutuamente, hasta que de repente, dejó de existir el resto del universo; no había nada más que esos otros ojos, como si todo, el tiempo y espacio, se hubiesen concentrado en las pupilas y el iris que tenían enfrente.
Sintió su aliento sobre sus labios: húmedo y cálido. Y entonces fue consciente de lo cerca que se encontraban el uno del otro. Todavía no habían llegado a rozarse, pero ya podía intuir sus caricias, lentas, delicadas, deslizándose minuciosamente a lo largo de su excitada piel. Optó por ladear la cabeza, para permitir que el beso que pensaba estrellar contra sus labios, encontrara en el cuello la pendiente por la que deslizarse al resto del cuerpo. Fue un beso frágil, tan débil y tímido que le hizo desear un segundo, y un tercero. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquella corriente de agua en la que se había convertido su cuerpo. Se detuvo a escuchar el débil susurro de sus ropas al rozarse, y adivinó de esta forma el lugar de cada caricia, un instante antes de que se produjera: el hombro, el seno, la cintura…
Buscó los botones de la camisa del muchacho y, desabrochando un par de ellos, hundió su rostro en aquel torso cálido. El se estremeció con el contacto, y ella se detuvo a concentrarse en el olor suave de esa piel.
El autobús se detuvo de súbito. Ninguno de los dos era consciente del tiempo que podía haber transcurrido, ni del lugar en el que se encontraban, sin embargo se sintieron a un tiempo sacudidos por la realidad. Ella volvió a mirarle a los ojos y reconoció en esas pupilas, al compañero de viaje con el que había compartido aquel trayecto tarde tras tarde. Se sintió confusa, y adivinó por su gesto que a él le había pasado algo parecido.
Entonces, impulsada por alguna extraña fuerza que no supo identificar, se abalanzó hacia sus labios y le besó con el ímpetu de quien no sabe qué será lo siguiente que va a suceder. Un segundo más tarde corría por la calle sin atreverse siquiera a girar la cabeza. En su lengua latía el sabor a vino afrutado de ese impetuoso beso.
Han pasado varios años, y después de aquel día no ha tenido el valor de volver a coger ese autobús. Sin embargo, todavía conserva en su memoria el aroma de aquel torso y el sabor de esos labios que descubrió una tarde al volver del trabajo.
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