Abismo
ABISMO
La conocí en el parque, junto al Puente de los Deseos, ese que tiene una baranda de piedra y desde donde los chavales tirábamos migas de pan a los barbos.
Ella tendría unos cuatro años, y siempre iba impecablemente vestida. Solía distraerse encaramándose a la baranda de piedra, mientras La Tata que la cuidaba, hablaba con su novio. Yo, con mis siete años, sentía un extraño vértigo cuando la veía desafiar al equilibrio, tan menuda y sin saber lo que era el miedo. Así que me impuse la responsabilidad de vigilarla para que no le ocurriese nada.
Tenía algo en la mirada que me tenía fascinado. En sus ojos, de un color entre miel y aceituna, se podía leer, ya tan pequeña, que estaba saturada de abundancia. Había en esa mirada una mezcla de desilusión, aburrimiento y deseo de huida.
Nunca cruzamos más de tres o cuatro palabras de cortesía. Ni siquiera supe jamás su nombre. Ella jugaba en el puente y yo la escoltaba. Ahí comenzaba y terminaba nuestra amistad.
Pasó el tiempo, La Tata se casó y la niña no volvió al parque. Yo también crecí, aunque nunca conseguí olvidarla. Sin saberlo, buscaba su mirada en todos los ojos que me encontraba.
Cuando cumplí quince años, mi tío me colocó de botones en el Banco donde trabajaba. Como era discreto y aplicado, en unos años me coloqué los manguitos y llegué a ser cajero. Desde mi puesto, podía admirar a las señoritas más distinguidas de la ciudad, pero ninguna conseguía llamar mi atención. Ninguna era como ella.
Un día, tendría yo veintiún años, la vi entrar en el Banco y el corazón me dio un vuelco. Llevaba un vestido de organza, y en la cabeza, un discreto tocado y un recogido en la nuca, lograban domar aquel pelo alborotado, que de niña escondía bajo un bonete. Iba del brazo de un hombre de unos cuarenta años, a quien yo conocía de vista, por ser cliente asiduo del Banco.
Enseguida, el director salió de su despacho a saludarles, y el hombre la presentó como su esposa.
─Un placer ─dijo el director. Ella le contestó con una ligera inclinación de la cabeza.
Yo, sin quererlo, no podía apartar la vista de esos ojos. Después de tantos años, ahí estaban: el mismo color entre miel y aceituna, la misma mirada de hartazgo, el mismo aire aburrido, la misma querencia al abismo.
La conocí en el parque, junto al Puente de los Deseos, ese que tiene una baranda de piedra y desde donde los chavales tirábamos migas de pan a los barbos.
Ella tendría unos cuatro años, y siempre iba impecablemente vestida. Solía distraerse encaramándose a la baranda de piedra, mientras La Tata que la cuidaba, hablaba con su novio. Yo, con mis siete años, sentía un extraño vértigo cuando la veía desafiar al equilibrio, tan menuda y sin saber lo que era el miedo. Así que me impuse la responsabilidad de vigilarla para que no le ocurriese nada.
Tenía algo en la mirada que me tenía fascinado. En sus ojos, de un color entre miel y aceituna, se podía leer, ya tan pequeña, que estaba saturada de abundancia. Había en esa mirada una mezcla de desilusión, aburrimiento y deseo de huida.
Nunca cruzamos más de tres o cuatro palabras de cortesía. Ni siquiera supe jamás su nombre. Ella jugaba en el puente y yo la escoltaba. Ahí comenzaba y terminaba nuestra amistad.
Pasó el tiempo, La Tata se casó y la niña no volvió al parque. Yo también crecí, aunque nunca conseguí olvidarla. Sin saberlo, buscaba su mirada en todos los ojos que me encontraba.
Cuando cumplí quince años, mi tío me colocó de botones en el Banco donde trabajaba. Como era discreto y aplicado, en unos años me coloqué los manguitos y llegué a ser cajero. Desde mi puesto, podía admirar a las señoritas más distinguidas de la ciudad, pero ninguna conseguía llamar mi atención. Ninguna era como ella.
Un día, tendría yo veintiún años, la vi entrar en el Banco y el corazón me dio un vuelco. Llevaba un vestido de organza, y en la cabeza, un discreto tocado y un recogido en la nuca, lograban domar aquel pelo alborotado, que de niña escondía bajo un bonete. Iba del brazo de un hombre de unos cuarenta años, a quien yo conocía de vista, por ser cliente asiduo del Banco.
Enseguida, el director salió de su despacho a saludarles, y el hombre la presentó como su esposa.
─Un placer ─dijo el director. Ella le contestó con una ligera inclinación de la cabeza.
Yo, sin quererlo, no podía apartar la vista de esos ojos. Después de tantos años, ahí estaban: el mismo color entre miel y aceituna, la misma mirada de hartazgo, el mismo aire aburrido, la misma querencia al abismo.
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